Por Francisca Sánchez
Ayer en la mañana, en el marco del London Fashion Week, tomó lugar la ceremonia en memoria de uno de los diseñadores más progresistas, rupturistas e innovadores de los ’90: Alexander McQueen. Quien producto de una fuerte depresión decidió quitarse la vida el pasado 11 de febrero a la edad de 40 años.
Tal como señaló ayer Suzy Menkes, editora de modas del International Herald Tribune, “Alexander era un artista al que sólo le tocó trabajar con ropa”… Y así fue.
Hijo de un taxista, graduado de St. Martins College of Arts and Design, ganador en reiteradas ocasiones del BFA, importante colaborador de Dior y Givenchy, abiertamente homosexual, además de creativo hasta la médula y maestro de la técnica, logró consagrarse como uno de los diseñadores más grandes y polémicos en la industria de la moda a nivel internacional.
Su obra destacó siempre por una oscura teatralidad que nunca dejó de lado la feminidad y el lirismo, a veces coqueteaba incluso con el fetichismo.
El “enfant terrible” de la moda, jamás dejó pasar inadvertido alguno de sus shows, dejando en claro que la pasarela era más que un soporte donde las modelos desfilaban. Para él ésta era la base de la creación de una performance, de un verdadero happening donde no habría vuelta atrás, con una puesta en escena siempre impecable y una creatividad, por supuesto, inigualable.
Con un curriculum intachable y al rey Midas de la industria de su lado (Tom Ford), McQueen lanzó su propia marca. Sus colecciones eran las más aplaudidas y elogiadas. Cada desfile era como un estreno en Brodway. Cada nota de prensa, un mar de halagos.
Sin embargo, los números no lograban reflejar del todo la aceptación manifestada por el público. En otras palabras, no era un negocio rentable, por lo que se vio obligado a realizar proyectos capaces de generar beneficios inmediatos como paliativos a sus constantes pérdidas, en términos económicos. Entre estos figuraron co brandings con marcas masivas como Puma y Delsey.
Alexander empezó a sentirse incomprendido, le faltaba oxígeno y su inestabilidad emocional sumada a una fuerte adicción a la cocaína le impedían reinventarse.
Sólo su muerte logró devolverle la gloria antes perdida. Y no podía ser de otra forma.
Todos sus delirios, sus excesos, sus pasiones, sus vertiginosas creaciones se vieron, de un minuto a otro, sin destino alguno.
Con poco más de cuarenta años, el elegido por muchos para convertirse en el alma de lo que llamaron la Marca del Futuro, quedo colgado de una soga que le quito la vida, demostrando así que el dramatismo presente en todos los aspectos de su vida lo acompañaría siempre.
Alexander Moqueen no pudo salvarse a si mismo, sólo sus más cercanos amigos lograron hacerlo de manera póstuma, resucitando su legado de la forma más digna y honorable, para quien será siempre un ícono al cual recordar como el malabarista del romanticismo depresivo capaz de lucir con estilo hasta la más temible de las calaveras.
“Little white flowers will never awaken you, not where the dark coach of sorrow has taken you.”
miércoles, 22 de septiembre de 2010
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